jueves, 11 de noviembre de 2010

Fiebre y males del alma











Estar enferma y aguantar las limitaciones que ello conlleva si se ha de guardar reposo en cama puede decirnos mucho de la persona, en cuanto a su frustración en caso de paciente nervioso e irritable, o en cuanto a paciencia en caso del buen “paciente”. No me acobarda en absoluto reconocer y auto encasillarme en el primero de los casos. Soy impaciente conmigo misma como signo de vida lo que deriva en una intolerancia y disconformidad que va creciendo con los síntomas de la enfermedad, sea cual sea. Toreo con gracia determinados dolores cuando de alguna forma controlo la duración de éste o conozco el remedio, y yo misma pongo a prueba mi umbral y aguante al más puro estilo macho-man. Enfrento con perseverancia obstáculos de salud aunque precisamente uno de ellos consista en sentirme enferma en ocasiones, una tendencia a la somatización que roza lo paranormal, consiguiendo vivir la sintomatología con la fe de una beata que va repasando las cuentas del rosario como si de sus dolores se tratara.

Sin embargo, en esta ocasión y para mi desgracia, la “enfermedad” escapa a mi control. No sé qué bichejo de los que me habitan planeó la revuelta y el consiguiente derrocamiento del país garganta y de la princesa Campanilla. Ella notó los síntomas a lo largo de toda la noche, comenzaba a hincharse y enrojecerse, sus curvas desaparecían y de silueta de violonchelo pasaba a la de enorme sandía, era tan rápida su transformación que fue incapaz de avisar a su séquito del envenenamiento, y su cuerpo deformado fue descubierto ya habiendo entrado en castillo las tropas de Amigdalitis el grande, conocido por su crueldad y sus rápidas estrategias, así como por su sombrío e insaciable odio por la princesa. En cuestión de horas el trono fue tomado por un guerrero cuya barbarie era destacada y temida por todos los reinados del organismo, incluso en aquellos cuyos anticuerpos se decía eran invencibles...

La zona que rodea la nariz y termina en el labio superior está en carne viva, tengo cara de loncha de bacon y ojos de iluminada. Lo que más me molesta al principio es que la inflamación de la garganta me impide hablar y para una cotorra sin remedio ni ganas de tenerlo eso es una auténtica putada. Pienso en hacer gárgaras de agua con sal, remedio milenario que patentó el rey Salomón después de su célebre juicio en que salvó la vida a un chiquillo y le quitó la posibilidad de vivir dos medias vidas. El espejo me devuelve una imagen lamentablemente sexy, pese a todo, las ojeras y la piel deshidratada, una chispa de armonía entre la amargura interna y externa. Las gárgaras han hecho su efecto y no sin cierta dificultad logro comunicarme aunque las palabras habladas no tengan demasiada importancia en esta confesión escrita. Tampoco trasciende el entorno, no es más que un cuarto con cama, armario, tele y un pequeño aseo. Tiene un esplendoroso ventanal desde el que observo orgullosa el crecimiento de mis buganvillas, espío la vida de la calle que hoy parece alegre, o calculo la velocidad de caída de un objeto x desde el piso, que es un quinto, hasta las palmeras que adornan la acera. Tras la puerta blanca está la realidad, la mía, decido escribir sin abrirla, prescindiendo del esqueleto, comunicándome desde el músculo. La boca seca. Ya la sal ha hecho su efecto.

Duermo durante bastantes horas, y al despertarme retomo la lectura de un libro hasta terminarlo, fuera ha oscurecido pero mi ritmo se ha desencajado y no tengo sueño. La suavidad de la luz de la lámpara me abriga la sensación de vacío que me resta siempre que termino un libro que me ha gustado y del que he obtenido algo. Conceptos. Los voy acumulando para luego usarlos en el día a día, esos conceptos se transforman en recursos imaginativos frente a la tristeza de la vida. Hotel Existencia (Brooklyn Follies, Auster) equivale a mi antigua Isla Paraíso (inspirada por la película Carlito´s Way, Brian de Palma). Un reducto fuera del mundo, un oasis existencial libre del peso sentimental de la vida en directo, una huída disimulada, un doble pasaporte, mágico, sin el peso de la realidad ni culpabilidades ni reproches. ¿Acaso está situado en el mismo punto de un mapa ese lugar al que viajamos cuando la vida anda apurada y se necesita el descanso de la distancia y la objetividad para reenfrentarse a aquello de lo que se huye? Un limbo prediseñado a necesidad del consumidor al que recurrirá ya no sólo en situaciones emocionalmente duras sino para invocar un sueño reconstituyente y reparador o como amuleto antinervios frente a un examen o situación peliaguda. ¿Soy un caso peculiar o acaso muchos hacemos uso del Hotel Existencia teniendo incluso la llave de nuestra propia habitación? ¿A qué tipo de personas refugia y arrulla con su suave y húmedo clima tropical Isla Paraíso?

Estoy mala y ya he adelantado que no llevo nada bien este tipo de procesos, me abro una cerveza y la bebo en lo que voy preparando el equipaje, una maleta tamaño medio me sobra para guardar un par de mudas, bañador y toalla. Allá dónde me dirija me apetece tomar el sol en la orilla tibia de una playa. Me voy vistiendo, falda ceñida, camiseta naranja y tacones altos. Me asomo a la ventana, enciendo un cigarrilllo y lo fumo mientras observo mis buganvillas y espío a la “vida”. Después de pintarme los labios y de un último vistazo al espejo salgo de la habitación sin usar la puerta, desaparezco con mi escaso equipaje mientras el humo de la colilla mal apagada hace dibujos en torno a las flores.