I
Con las manos reposando sobre cada una de sus rodillas el psiquiatra hacía como que me escuchaba. La visita semanal ya iba mucho más lejos de la formalidad, mis padres pagaban, yo me distraía estudiando los títulos de la estantería desde el diván en el que estaba recostado, y así ambos cumplíamos con los inevitables cuarenta minutos de sesión semanal. “Vivir con tics”, “Distimia y otras depresiones”, “Manual de Psicofarmacología”, “Tratados SET de transtornos adictivos”… Apenas intercambiábamos palabras. No soportaba el olor a cerrado ni su olor corporal ni su ausencia de gusto para decorar. El despacho reflejaba su personalidad y su decadencia ya inevitable: viejo, asqueroso, gordo y acabado. Alguna vez le soltaba alguna parrafada tranquilizadora con respecto al tema del suicidio y de la muerte, como quien habla de un kilómetro muy lejano que ya ni recuerda y que en realidad nunca le gustó. Él recibía condescendientemente esos comentarios con una sonrisa tan falsa como su atención, y, en alguna ocasión había tenido la poca vergüenza de levantarse dejando su trono para acercarse y darme esa palmadita paternal al tiempo que decía: ese es el camino muchacho, lo estás haciendo bien, deja la oscuridad para los murciélagos que los humanos ya tenemos bastante. No nos gustábamos ni había necesidad de ello. Yo extendía el talón firmado sobre su escritorio a final de mes, me despedía con frialdad y al cerrar la puerta de la consulta volvía a respirar. Volvía a ser yo.
II
El encuentro con la muerte es común a todos los mortales, pero un porcentaje, de tan ínfimo apenas llamativo, una minoría tanática más que predecible, no se encuentra con la muerte, sino que dedicará toda una vida muerta para vérselas con aquella que le quitó el sentido a la palabra,la Parca se transforma en una excusa para andar sorteando abismos y conseguir el cara a cara. El precio es muy caro y casi nadie lo consigue en el sentido más estético de la palabra. El motivo ninguno que no pueda discutir cualquier ser humano y resquebrajarse, realmente anticipar la muerte es injustificable teniendo salud, se sale de todo raciocinio. La recompensa nadie me la ha descrito. Pero existen. Existimos. Y, aunque de forma endeble porque casi todos ya estamos muy erosionados, es lo único que nos queda de anti fe.
Nuestro primer llanto arrancados del útero materno resuena con un timbre distinto, el del cuerpo de bebé que siente que respirar va a convertirse en una auténtica putada, el presentimiento de nuestro latido de hojalata que ya apenas nacidos cuesta hacerlo sonar. Un corazón defectuoso y un alma pendiendo de telarañas. Todos lo sabemos prácticamente al nacer. Creo que las madres también se dan cuenta.
La única forma de cambiar ese odio endógeno hacia la vida y desear la muerte, justificando todo el periplo macabro con el que ya vienes marcado en tu primer golpe de pulmón es invertir y convertir. Transformar la oración. El sujeto y el complemento directo. No deseas la muerte porque sí. Deseas la muerte porque alguien te hizo mucho daño. No eres tú el que merece la muerte. El dolor es complemento circunstancial y el complemento directo ha de ser tu víctima. Para invertirlo todo tienes que matar y vengarte. Y ella está ahí esperando. Lo sabes. Por muchos años que hayan pasado.